Escrito por Daniel Pardo
Fotos Cortesía Museum of Everything
Acuérdese del elitismo. Acuérdese que el campo del arte, más que cualquier otro, es una rosquera caja de cristal a la que pocos pueden entrar. Acuérdese que, en el arte, el talento no necesariamente paga. En ese campo, paga más conocer gente, hacer lobby, tener plata. La competencia en el arte es agotadora, y feroz. Y por eso el talento de muchos artistas se queda guardado en los sótanos donde nacieron.
Ahora acuérdese de una tienda de departamento. Sí, esas de la Quinta Avenida de Nueva York. Acuérdase que los muros son altos, la luz clara y fuerte. Acuérdese que el primer piso, siempre, es para perfumes y maquillaje y accesorios para mujeres. Normalmente el suelo es blanco. Hay espejos hasta en el techo. En la mitad del espacio están la escalera eléctrica. Mujeres de piernas largas, perfectamente maquilladas y en tacones lo esperan en cada uno de los cubículos; le venden pestañinas de cien dólares.
¿Qué relación puede haber entre el antipático mundo del arte y el superficial primer piso de un almacén de departamento? Pregúntele a James Brett, el aficionado al arte que se inventó el Museum of Everything, un museo de colores que está incrustado, como un mosco en leche, en la mitad de una de las tiendas de departamento más importantes de Oxford Street, Selfridges.
Acuérdese del sur de Estados Unidos. Piense en la Jambalaya, en Correy Harris, en Nueva Orleans. ¿Ya? Bueno. “El Museum of Everything empezó cuando estaba viajando por los estados sureños de América; el arte folclórico que descubrí era chévere, sin ser muy complejo. Di con arte más psicodélico, hecho por artistas en el margen de la sociedad. Es raro: yo sabía que en Inglaterra nadie estaba dispuesto a mostrar este tipo de arte, pero sabía que sí había gente dispuesta a verlo”. Eso dice Brett.
Y continúa: “En ese tiempo yo no miraba mucho arte: me gustaban los graffitis, las caricaturas y las películas. Me gustaba el arte de los de abajo, no el de los de arriba. Y las subculturas, sobre todo la de la música negra en Estados Unidos. Vi que estos artistas sureños tenían una visión. Era arte mucho menos caro y mucho más interesante. No era gente con ideas de una escuela de arte, sino con ideas inspiradas en la vida, y su pretensión era explicar esa vida.”
El arte tradicional tiene estética, y busca proyectar ideas. El arte que se ve en este museo –sobre todo ilustraciones y esculturas, pero también artefactos, juguetes, cualquier cosa– no busca proyectar ideas ni tener una estética. Y sin embargo lo logra con una eficiencia encantadora.
“Cuando me dijeron que lo que yo estaba haciendo en el sur de América era coleccionar arte, me sentí ofendido: me sentí como si estuviera comprando maquillaje en una tienda de departamento,” dice Brett. Primero, porque no estaba seguro si era preciso etiquetar como arte los objetos que estaba recogiendo. Y segundo, porque las etiquetas del arte tradicional son como un enemigo del arte, porque las definiciones lo convierten en una prisión.
Acuérdese de las colecciones que tenía cuando niño en su cuarto. Los carritos, los pins, los discos, los afiches, los encendedores, las camisetas de fútbol, las botellitas de licor, de llaveros. Ahora imagínese que usted, después de haber dejado la niñez, siguió coleccionando lo que viera, hasta que, cuando viejo, pudo llenar una casa entera de colecciones, de objetos, de maricadas. Eso es un museo de todo: un lugar donde el arte por el arte, la colección por la colección, están todos expuesto con coherencia en los cinco espacios que la tienda Selfridges le dio a Brett.
Este es un museo de autor. Y no es el primero que vemos así en Londres. Charles Saatchi es el coleccionista que revolucionó la idea de la galería en Londres, al haber construido un imperio, la Saatchi Gallery, a punta de exhibir las pinturas que, simple y llano, le gustaban. Hoy exponer en su galería puede ser el sueño de cualquier artista. Y lo de Brett tiene algo de parecido: es una exhibición de lo que a un hombre cultural, de mundo, de gusto, le gusta. Pero con una diferencia: ninguno de los artistas que están expuestos en el Museum of Everything buscaba o busca estar en una galería en Londres. Es más, a duras penas hoy saben de qué se trata todo esto. Acá hablamos de artistas que, de manera genuina, pintan y hacen lo que les place, no lo que el mercado o la coyuntura les pide. Y por eso, porque son genuinos, hoy están ahí para que cualquier cristiano que camina por Oxford Street, la calle más turística y comercial de Londres, entre, gratis, a ver la ilustración que un hombre que oye Otis Spann en el porche de su casa en Alabama está creando.
Hace dos años Brett asaltó por primera vez la tienda de departamento más grande de Oxford Street. Ya va en la cuarta exhibición, dedicada a artistas discapacitados, que abrió hace un mes. No hay rincón de la tienda que no está impregnado del ambiente del Museo, sobre todo porque hay flechas, vitrinas, artefactos, pedazos de arte por todas partes que le recuerdan a uno que ahí, en la mitad del primero piso, hay un museo de arte que no buscaba ser exhibido en las grandes galerías de Londres. Y pensar que lo está, a su forma.
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