Durante el convulsionado inicio del siglo XX las calles de WIlliamsburg estaban destinadas a la producción industrial y en ellas el asentamiento de fabricas y plantas configuraba el paisaje urbano. Más de 110 años después, un rojo edificio que antes fuera un espacio de trabajo, se convirtió en ícono de la comodidad y el buen gusto.
La fábrica de la avenida Wythe, reconocida por su producción de barriles de roble y caoba mantiene intacta su estructura exterior. Sin embargo, del techo emerge una moderna cúpula de cristal que -quien lo creyera- mantiene en equilibrio la construcción. Es la metáfora del barrio. Gracias al éxodo de artistas y a la multiplicidad de culturas que coexisten en las calles del norte de Brooklyn, es posible ver edificios como este, donde se mezclan dos siglos de historia y el aire de sofisticación no opaca el espacio. Los ladrillos que antes solían estar cubiertos por grafittis y arte callejero conservan todavía el paso del tiempo. El progreso del otro lado del río, donde los edificios ya no soportan un metro más de acero y cristal, se ven al fondo como un paisaje etéreo y fascinante. La vida de Manhattan pasa de largo, como si Williamsburg no hiciera parte de esta esquina del mundo. Entre sus calles, diversas y coloridas, nadie está atento a lo que pasa en el centro financiero, ni quiere acercarse a las vitrinas de la Fifth Avenue o a los almacenes de la avenida Madison. En Williamsburg vivieron los desadaptados y los artistas, quienes llevan el estilo en sus venas, a pesar de que no tengan dinero de sobra. Hoy, los visionarios han hecho del barrio un espacio que mezcla la fuerza de las construcciones del siglo pasado con la versatilidad de los materiales modernos. Con esta premisa y aprovechando cada centímetro de ladrillo, Peter Lawrence y Andrew Tarlow crearon una obra de arte para todos los sentidos.
Las 72 habitaciones del Wythe Hotel conservan la escena loft de todo el proyecto. Las paredes desnudas, mantienen un aire industrial, aunque acogedor. El trabajo de restauración fue impecable. La exquisita manera como se acomodaron los espacios, da cuenta del proceso artesanal que se realizó en el edificio. Gracias a la participación de Jed Walentas, partner en el proyecto, lograron convertir una zona en desuso en la cuadra más apetecida de Brooklyn. El buen gusto, la sofisticación y el cuidado en los detalles no es suficiente. Los tres socios del proyecto han vivido en los hoteles más costosos y exclusivos del mundo. Su espíritu visionario los llevó a no conformarse con las convencionales formas de construir templos de lujo y comodidad, acercándolos a este espacio que demuestra no solamente su capacidad creativa, sino la obsesión por exaltar el proceso; y de esa mezcla nació una joya arquitectónica dedicada a consentir a sus clientes.
La gran vista a Manhattan. Fotografía por Neto Soberanes.
El hotel Whyte tiene cuartos para todos y un gran espacio para divertirse. Las zonas comunes, diseñadas a la usanza de los primeros años del siglo, deja entrever la madera y las columnas de acero que surcan la doble altura del hall. En el restaurante, el chef ha dejado que su imaginación haga parte del menú incorporando novedosas mezclas de sabor que reflejan la tendencia neoyorquina que invita a usar productos orgánicos y frescos. Además, el cordero y los cortes de carne son cocinados a fuego lento en el enorme horno de leña que circunda la cocina. De esta manera, todos los días hay un menú diferente, que responde a las estaciones y a la frescura de los productos del campo. Además, el bar propone -gracias a la increíble vista de los rascacielos al otro lado del río, una experiencia única, a la que están convidados todos los géneros de viajeros audaces, que saben disfrutar del buen servicio.