21.09.2021
Por: Ángeles Carmona Barón
«Lo primero es colocarme mi gesto de persona decente».
María Mercedes Carranza (2004)
Tomo un sorbo de agua caliente para intentar escribir como si ese líquido hirviendo ayudara en algo. Sí, solo agua caliente así no más y decido dejarlo aquí en el texto. Podría jugar con la ficción: tomar café con amaretto o Baileys. Tomar té verde con tres rodajas de jengibre y presentar una máscara más, porque todo tiene que ver con las máscaras ahora, desde las evidentes -aquellos tapabocas quirúrgicos que nos vigilan a la entrada de la puerta, sobre la mesa del comedor o ya desde la basura- pero también las máscaras no visibles, esas que se consolidan día tras día y a veces se tornan inamovibles.
Dayra Benavides, La Guaneña. Máscara ritual obrada en papel maché, Carnaval de Negros y Blancos de Pasto, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Foto: Zico Rodriguez
«Una diferencia llamativa entre Asia y Europa son, sobre todo, las mascarillas protectoras. En Corea no hay practicamente nadie que vaya por ahí sin mascarillas respiratorias especiales capaces de filtrar el aire de virus». Anotó Byung-Chul Han en uno de los artículos de Sopa de Wuhan, revista publicada en marzo de 2020, tiempo donde la máscara se volvió más que un problema de estudio, se tornó en un presente salvador. Así que citar al filósofo coreano vale la pena para saltar a las preguntas, ¿por qué complejizamos la relación con las máscaras? ¿Por qué Occidente parece seguir buscando una cara limpia y verdadera? ¿Por qué las nociones identitarias siguen marcadas desde un sujeto que se aparta del mundo que cohabita?
Podríamos mencionar que la cita anterior tiene que ver con el autoritarismo asiático o con los 200 millones de cámaras de vigilancia chinas que captan incluso lunares en el rostro, pero las libertades occidentales también se vieron en crisis frente al cierre de fronteras luego del estado de alarma vivido durante todo el 2020. Nuestras phersus se pusieron en juego al igual que nuestros propios personajes.
Sin embargo, el dilema de las máscaras no es reciente. La historia del poeta francés Stéphane Mallarmé puede exaltar las experiencias de simultaneidad no evidentes tan temidas aún en nuestro presente. Mallarmé enmascaraba su personaje social para convertirse en crítico de moda: Miss Satin, con su carácter estricto propio de una profesora inglesa dictando la norma y la postura correcta o Marguerite de Ponty, con sus artículos de moda y arte cargado de erotismo. También fue, desde su pluma, alguna mujer inmigrante de tierras meridionales que le brindaba a las parisinas del siglo XIX recetas traídas del trópico con olor a coco. Mallarmé se descubría gracias a sus seudónimos y lograba palpar el mundo con otros ojos desde sus phersus ficticias recreadas para el universo de la moda femenina.
¿Pero que sucede con las máscaras físicas? ¿Aquellas evidentes que pesan sobre nuestro rostro? ¿Esas que nos invitarían a ver el mundo de otra manera? Look at my clothes and only judge my clothes gritaba aquel retazo barato de chiffone rojo que logró trastocar la industria de la moda en 1988; máscaras presentes desde la primera colección de Martin Margiela. Ese desfile presentado en el Café de la Guerre en pleno centro de París nos dio todos los elementos conceptuales que utilizara la marca durante los veinte años siguientes. La importancia del anonimato, el diseño como proceso colectivo, el blanco que predomina, las invitaciones en formatos extraños, las máscaras y sus Tabi Boots siguen siendo reinterpretados para conservar el misterio. Fue el look numero 23 uno de los encargados de contar desde otro lugar la historia: la modelo llevaba un vestido largo al igual que el abrigo entallado ambos en rojo, el retazo de chiffone parecía una casualidad-genialidad creativa de último minuto más que una manifestación material de un concepto que fundó un nuevo camino. Después del chiffone barato vendrán motivos florales, máscaras blancas estampadas con pintura negra goteante, apliques y cristales Swarovski, imágenes que aun hoy nos siguen impactando.
Dayra Benavides, Nuna Raymi. Máscara ritual obrada en papel maché. Carnaval de Negros y Blancos de Pasto, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Foto: Carlos Benavides
Desde una mirada local, las piezas escultóricas de Dayra Benavides (@dayra.benavides) huelen a páramo y a historias secretas de carnavales y fiestas. “De tanto amar y andar nacen mis atuendos, atuendos andinos que se transforman en altares corporales obrados con la yema de los dedos. Altares guardianes del carnaval, la armonía con la comunidad, la familia, la naturaleza, el cosmos”. En sus piezas, ella protege desde el baile y el performance las historias interiores del Carnaval de Negros y Blancos de Pasto. Las máscaras son para la artista colombiana posibilidades y manifestaciones, son múltiples mundos para un solo cuerpo, para un solo ser. Son piezas rituales que invitan al juego, piezas coloridas esperando develar aquellos rostros desconocidos, piezas conectadas con su pasado que igual se levantan hacia el futuro desde el mismo devenir. “Mis colores no son necesarios, son inevitables” dice la frase que acompaña una de sus imágenes donde la máscara ya no es solo una pieza que se posa sobre el rostro sino que se torna tocado gigante con cuernos, plumas y alas que multiplicarán el tamaño del ser que lo porte. Máscaras e inventos, teatros continuos para tocar nuevos cielos, objetos que a su vez capturan la memoria y a la vez producen pensamiento.
Sin embargo, desde la construcción del sujeto en la modernidad nos sigue persiguiendo una consciencia de lo natural y un deseo de presentarse ante la comunidad ‘sin engaños’ o poses que escondan la ‘verdadera’ piel, la ‘autenticidad del yo’, como si el uso de un phersu impidiera la construcción del propio sujeto, olvidando que son las máscaras las herramientas que han permitido experimentar los juegos sociales. Según Gilles Lipovetsky, nuestra sociedad actúa en lo que él llama un teatro discreto donde se presenta una erosión de los papeles sociales, para él la obsesión febril de revelar al ser verdadero no es espontáneo y mucho menos libre. Al contrario, se ha tornado en un consumo incesante, una sucesión de disfraces que cada individuo usa y desecha con rapidez mientras busca ese yo auténtico que el Narciso desea.
Y vuelvo al té verde, al Baileys, al agua caliente, a la creación de un teatro interior, un mundo discreto que revivo en mi consciencia. Vuelvo al trabajo escultórico rico en historia de Dayra Benavides para decir: la máscara se convierte en un lenguaje de supervivencia, para escribir: la máscara es un juego de artificios que constata la urgencia de tallar gestos propios para así, por fin, jugar con nuestras propias libertades.
Dayra Benavides, Altar. Máscara ritual obrada en papel maché. Carnaval de Negros y Blancos de Pasto, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Foto: Zico Rodriguez
Autor: Ángeles Carmona Barón
Su formación profesional como Creativa Publicitaria y Diseñadora de Moda se ha complementado con la práctica ininterrumpida de la escritura creativa, el dibujo, la fotografía y la danza contemporánea. Es Docente en LCI Bogotá, tiene su propio restaurante vegano/vegetariano llamado Quinua y Amaranto y, se encuentra desarrollando un Máster en Filosofía.
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