En una de sus últimas exposiciones, Tatiana Arocha, colombiana residente en Nueva York, presentó una instalación titulada Entrelazándome con el territorio, compuesta por polaroids recogidas en sus viajes por las selvas de América del Sur, plantas prensadas, dibujos y grabados a manera de frottage en los que registraba su encuentro con distintas especies de flora. La obra define su trabajo y es, también, una muestra de un proceso plástico especial, uno que conserva rasgos del método científico pero que a su vez se nutre de lo emocional; de la experiencia de la artista y la pasión por la naturaleza arraigada en su tradición familiar.
En este momento de incertidumbre, en el que a raíz de una pandemia nos preguntamos por nuestra relación con los demás seres vivos, Tatiana Arocha nos cuenta sobre su llamado a la conservación del territorio desde su obra pública, las distintas formas de representar la naturaleza y los retos de la cuarentena.
Me gustaría empezar hablando acerca de la influencia de una disciplina como la antropología en tu obra y la reflexión sobre el acto de colonizar la naturaleza y su representación visual.
Desde el inicio, la pregunta ¿dónde empezó el amor tan intenso que siento por los paisajes colombianos? ha sido transversal a mi práctica. En este proceso me he acercado a mis memorias familiares, a los viajes por Colombia y al trabajo de mi padre, antropólogo, y allí he entendido la importancia de las relaciones simbióticas entre el territorio y la comunidad, y cómo el conocimiento y protección de las distintas culturas es esencial para la preservación de la naturaleza.
En mis primeras representaciones de selvas, partía de placas botánicas hechas por científicos y viajeros [europeos] para reinventar nuevos paisajes. Desde allí hablaba sobre la colonización de la naturaleza y, claro, de la imagen, porque las plantas de nuestro territorio estaban siendo dadas a conocer por personas ajenas a él, e irónicamente fue a partir de ese momento que empezó a llegar la violencia, la deforestación, la extracción.
Empecé a trabajar directamente con la fuente al hacer residencias artísticas en la selva. Me vi reflejada en la complejidad del paisaje tropical y así generé una relación intima con las plantas que inmortalicé mediante fotografías. El proceso de recolección estaba basado en el método científico, pero no las clasificaba, sino que las guardaba para luego recrear la experiencia estética de ese territorio a través de un mapa de texturas ricas y diversas.
¿Cómo crees que tu obra es percibida en un contexto como Nueva York que es ajeno a los paisajes que en ella se representan?
Constantemente me pregunto cómo me puedo conectar desde acá con ese territorio que tanto anhelo. ¿Cómo logro esa conexión? ¿cómo la forma en la que vivo puede corresponder al territorio y al paisaje natural?
Mis piezas son páginas en blanco para contar historias sobre lo que he vivido en estos territorios con el fin de llevar a la gente a reconsiderar su relación con su contexto inmediato. No podemos pensar en la ciudad removida del mundo natural, para lograr un verdadero impacto en la crisis climática hay que cambiar la forma en la que vivimos; la huella positiva que dejamos en la ciudad puede también ser trasladada a los espacios naturales.
Por eso es esencial que mi obra esté en lugares públicos y pueda nutrirse de distintas perspectivas. Tengo anécdotas muy bonitas de gente que se identifica con un helecho, una lagartija, un pájaro, un lichen, porque les resultan familiares. Para mi es importante que la obra sea vista como una historia que está siendo contada y que responde a la memoria del público.
Eso que dices es cierto, el hacer el mural en el metro o poner las piezas de los pájaros en los árboles de la ciudad obliga al público a pensar en lo que hay detrás de la imagen, genera conciencia, detona recuerdos.
¡Sí! Y también es una de las razones por las que trabajo en blanco y negro. La idea viene de los grabados antiguos y de pensar que en algún momento vamos a estar viendo las imágenes de estos territorios como archivos de algo extinto. A su vez, es reflejo de la dualidad del paisaje y de la complejidad sociocultural detrás de su conservación. El negro puede ser carbón, contaminación por mercurio, derrame de petróleo, pero también una quema controlada. El dorado habla tanto de extracción ilegal como de la riqueza mineral del rio. Esta decisión formal inicia discusiones y sobretodo evidencia que no se trata solo del paisaje sino de los vínculos que se tienen con el.
Siguiendo con la conversación sobre lo público, ¿cómo repiensas tu trabajo en medio de la cuarentena? ¿cómo trasladar esta noción de lo público al espacio privado?
Estoy en ese proceso. He hecho visitas de estudio y un taller de murales en línea, sin embargo, no deja de ser complejo porque no hay interacción espacial y la narrativa es unilateral. Creo, además, que en este momento hay una sobre estimulación digital muy fuerte que puede llegar a ser muy estresante, entonces por ahora estoy enfocando mi tiempo en producir una serie de piezas que tengo pendientes para este año.
También he pensado mucho en mis pájaros [Vuelo perpetuo] y creo que voy a salir a ubicar unos nuevos que tengo acá porque los que están afuera ya están muy caídos.
¿Cómo ves el futuro y qué le deja esta crisis a tu trabajo?
Para este año tenía planeadas dos exhibiciones, una para julio y otra que movieron para septiembre. La muestra que está ahora en el Sugar Hill Children’s Museum for Art & Storytelling la extendieron, pero no se sabe cuándo va a abrir nuevamente. Creo que esta es una oportunidad para trabajar sin una idea de lo qué va a pasar con la pieza porque yo estoy muy acostumbrada a hacerlo por comisiones y esto me da un espacio para emprender en nuevos proyectos. Quiero aprovechar para retomar procesos como la animación y explorar la posibilidad de introducir la imagen en movimiento a mi práctica.
Por: María Fernanda Mancera
@mariafernandamancera
Fotos Cortesía: Tatiana Arocha
Créditos: Timothy Lee Photographers, Oscar Monsalve, Peter Ross, MTA Arts & Design Lightbox Program