En algunos países asiáticos, como Corea o Japón, la gente no usa desodorante. Allá, las personas no sudan, o sudan muy poco, y nadie se queja del olor que queda en el cuerpo después de una tarde de ejercicio o un día de verano muy húmedo. Principalmente porque ese olor no existe.
Mientras tanto, las personas que sí usan desodorante son vistas como los bichos raros. “¿Desodorante? ¡Qué horror! Debes oler un montón” le dice una presentadora coreana a uno de los participantes en su talk show cuando admite que, entre sus productos de higiene, hay un tubito anti-olor. El público se ríe a carcajadas, los demás invitados sonríen con picardía y el personaje se desliza en su silla hasta quedar escondido.
Usar desodorante es causa de burla.
Caminar por los pasillos de una droguería coreana o japonesa es una real aventura para los turistas que sí sudan. No hay desodorantes por ningún lado. Si los hay, vienen en envases de 30 ml o menos. Es un pequeño infierno, tanto por el calor como por la humedad, para las personas que vienen de otro lado durante la época de verano.
Mientras es cierto que “somos lo que comemos”, como dicen los dietistas y fanáticos del ejercicio, en Japón hay un dicho que tiene mucho de cierto: “olemos a lo que comemos.»
Y entonces, ¿cuál es la principal diferencia entre nuestras dietas? ¿Por qué dicen que los occidentales olemos tan mal?
Por los lácteos, claro.
Aunque no llegan tan lejos como para decir que olemos a vaca – menos mal – sí tienen una palabra especifica para describirnos: kusai. Olorosos. Y, por más que intentemos esconder nuestro olor, con perfumes fuertes o jabones, un japonés olerá la trampa a cuatro vagones de tren de distancia.
Ya sea a leche, a vaca, o a queso, es cierto que los asiáticos tienen una nariz para detectar el olor. Así como un sabueso encuentra su tesoro enterrado, ellos sufren – no siempre en silencio – por el “aroma extranjero”.